A los estudiantes de arte se les exhiben como ejemplos de armonia cromática los famosos cuadros de Mondrian; y se les insta a cambiar algún color para que se den cuenta (si realmente se dan cuenta) de que acaban de romper esa armonia tan trabajosamente buscada. Y los estudiantes, afanosos, buscan la relación entre colores y formas, intentando asir esa coordinación que parece casual y que, sin embargo, también parece única, como si no hubiera otra forma de conseguirla que la que tienen delante. Y, a veces, solamente a veces, alguien repara en las líneas negras que separan los rectángulos coloreados; en las líneas negras, del mismo grosor, que realmente habilitan esa empática armonia entre colores.
Nosotros, en nuestra actividad inmobiliaria diaria, nos sentimos, precisamente, esas líneas negras; las que suponen la unión entre colores e intereses distintos (vendedor y comprador, por ejemplo); las que enmarcan aspectos y formas distintas de una forma homogénea. Nos sentimos parte del esfuerzo por conseguir la coordinación de intereses y colores; parte de la negociación necesaria para que el objetivo final nos resulte (bellamente) asumible.
Claro está, con todo, que se trata de una forma de verlo; pero de una forma bella, al fin. Creemos en la belleza de nuestra profesión: difícil, porque intenta conciliar intereses contrapuestos, colores que no parecen coordinar inicialmente; ardua, porque la simplicidad de la solución final, del acuerdo, de la negociación, requiere mucho, muchísimo esfuerzo; comprometida, porque ponemos en solfa nuestro tiempo y actividad para lograr la armonía entre voluntades que no son pares.
Somos líneas negras en la actividad inmobiliaria. Y existimos, precisamente, para enmarcar los más bonitos colores de las mejores operaciones inmobiliarias.